viernes, 4 de abril de 2014

La clase de Filosofía

Estás cansado. Muy cansado. Hastiado ya. ¿Dónde puedes echar la instancia para volver a ser niño? ¿Dónde, las insaciables fuerzas y la creatividad para imaginar el mañana?
Estás decepcionado y harto de chocar siempre con obstáculos. Y si al menos fueron tus propios obstáculos...todavía, pero cuando ni tuyos son ¿qué haces? Cuando colaborar es insuficiente, cuando te tienes que manchar de fango hasta el cuello, y asfixiarte, y fatigarte por decisiones que no tomaste tu.

No hacerlo es otra opción, mantenerte al margen y permanecer inmóvil. Pero esa opción no te deja tranquilo. Te pisotea y pisotea la conciencia, no te deja disfrutar de tu "aislamiento", porque se aíslan los ojos, pero no el corazón. El corazón siempre tiene buenas intenciones. Y entonces vuelves a empezar. Y te implicas como buenamente sabes. Y nunca tiene fin. Porque hay túneles sin final. Hay vidas que sólo se alumbran por falsos fluorescentes que a menudo se funden, dejándote a oscuras y, una vez más, perdido.

Te sientes engañado y ni siquiera sabes por quién. ¿Qué menos que un culpable al que encararte no? Alguien a quien echarle las culpas de tu truncado camino. Y eso es peligroso. Buscar culpables siempre ha sido peligroso y además requiere de responsabilidad. La responsabilidad de ser justo y objetivo antes de alzar la voz y el dedo contra alguien. Pero de qué justicia valerte si la rabia de tu propia injusticia te pierde y te ciega.
"Yo soy yo y mis circunstancias". Claro. Y las circunstancias ajenas que te caigan en lo alto. De ésas no te hablaron en clase de filosofía, cuando ibas al instituto, contabas con 16 años de edad y tus preocupaciones se limitaban a aprobar exámenes y gustarle al chavalillo de turno.

La vida. El reloj al que no hace falta reemplazarle la pila. Cuando se acaba, se acaba para siempre, pero mientras dura, puede parecer un eterno infierno o un dulce y, a menudo, pequeño trocito de cielo azul, con su sol, sus nubes y sus pajaritos.

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