sábado, 22 de agosto de 2015

Brindis al miedo de nuestros brillos

El amor para toda la vida no existe”, me dijo, dejando caer la frase con fingida involuntariedad, entreteniendo mientras tanto sus manos en servirse otra copa.

Decía que tal vez existan los amores de nuestra vida. Así, en plural y repartidos por distintas etapas. “Cagado…”-pensé yo para mí misma, con una media sonrisa y una mirada que apuntaba certeramente a lo más profundo de sus ojos. Unos ojos marrones, pequeños y redondos, que protagonizaban casi en solitario su lenguaje no verbal, y que pretendían decirme abiertamente, cual lobo feroz a una indefensa caperucita: “témeme que yo no soy para ti. No lo que tú buscas”. Pero este lobo, menos fiero de lo que pretendía pintar, había arrastrado a esta envalentonada caperucita a un trocito de su fuero interno, y si ahora no lo remediaba con algún discurso de chico malo, estaba perdido. Perdido, y quizás, más encontrado que nunca.

Yo lo tenía delante, apenas a unos centímetros. Fingí necesitar ir al baño un par de veces, y al pasar a su lado, rodeándolo por aquel estrecho espacio entre la pared y su cuerpo, que reposaba sentado en una banqueta, dejé posar levemente mis manos en sus hombros, presionando un poco con los pulgares en dirección a su cuello, incendiando en el roce cada poro de mi piel. Y sentía que también de la suya.

Lo miraba con tal embeleso que no me imaginaba otra etapa de mi vida sin amarlo profundamente a él. Única y exclusivamente. Y lo cierto es que me parecía más sencillo de lo que él creía, que a esas alturas de su vida, suponía que no todo el mundo iba a querer adaptarse a su forma de vida para siempre. Porque sus tempos y sus compases no casaban con cualquiera. 

En mitad de esa batalla de furtivas miradas, me sumergí en mi propio debate sobre lo que esperaba del amor de mi vida. La gente es incapaz de respetarse en total plenitud. Conocemos y nos enamoramos de alguien por ser libres y valientes, y queremos convertirlo con el tiempo en prisioneros del miedo a perdernos. 
He escuchado muchas veces, demasiadas, que la gente hoy en día ya no se aguanta. Ahí radica el problema. ¿Aguantarse? ¿Aguantarse por qué? Y sobre todo, ¿para qué? 

Antaño, (y con antaño me refiero a un horizonte temporal aproximado al de nuestros abuelos), la gente llamaba amor a un montón de cosas que eran de todo menos amor. El amor no es unirte a alguien que sabrá cuidar de vuestro estatus y vuestro capital, como sucedía en las “buenas familias” y sus matrimonios de conveniencia. Amor no es el agradecimiento sentido al sabernos librados de ser tildados de “solterones” a los que se les va a pasar el arroz, casándonos con alguien a quien no queremos, pero que ya querremos con el tiempo... Amor tampoco tiene nada que ver con los enlaces celebrados para encubrir una orientación sexual poco “convencional”, ni con continuar cada noche durmiendo junto a alguien que no nos sabe complacer medianamente, (ni intención que tiene, por otra parte) por miedo a parecer viciosas. 
El amor tenía, en gran porcentaje, más que ver con la resignación que con una libre elección. Y puede ser cierto que muchos de estos enlaces acabaran mejor de lo que hoy en día acabarían. La diferencia radica en la libertad. La libertad de darnos a nosotros mismos la prioridad.

Para mí el amor es básicamente el respeto. El respeto por una trayectoria y superación profesional ansiada. El respeto por unos orígenes, sean cuales sean. El respeto por los espacios y tiempos íntimos. El respeto por los entornos elegidos. Respetar es amar de la forma más sincera, empezando por respetarnos a nosotros mismos.
¿Puede así existir miedo alguno a perdernos? No hay víctimas ni verdugos en las parejas que se unen sabiendo cuáles son las prioridades del otro. No es fácil encontrar a alguien dispuesto a ello. Por eso, cuando lo encuentras, esa persona pasa a ser parte de tus prioridades, y duermes tranquilamente hasta cuando no es a su lado. Si esa persona respeta tus “contras” es porque anhela tus “pros”. ¿Qué puede hacer que lo pierdas? 

Volví entonces a concentrarme en él. Y vi mucho miedo en su mirada. Y era un miedo sincero. Miedo a tener de nuevo que prescindir de ese alguien que no es feliz por el peso de su mochila. Él no les pedía demasiado a sus compañeras de vida, pero todas se habían terminado cansando o encontrando inconvenientes en lo que antes les parecía brillante.
A mi ese brillo no me cegaba. Yo sabía lo que había dentro de sus ojos y de su corazón. Con eso, que era mucho, podía ser feliz cada día. Y no me esforzaría en adaptarme a ello, porque ya encajaba a la perfección. Y esas piezas encajaban sutilmente. Sin presiones. Sin manazas forzándolas a parecer un puzle perfecto. Porque nuestros puzle contemplaba oxígeno entre las piezas. También habría música y amigos. Se alimentaría, entre otras cosas, de la admiración al otro y a sus avances. Todo ello bañado con un caldo de humor e inteligencia constantes, que harían de cualquier rato un festival de risas y besos lentos.

Sentí coraje de saberlo herido. Me reí internamente al pensar en lo tontas que habían sido aquéllas que habrían querido convertirlo en su muñeco de trapo y habían tirado la toalla al verlo imposible. Y sobre todo, sentí impotencia, al sentir que su fuerte convicción no me dejaría jamás intentar mostrarle mi opinión. Por ello jamás comencé aquella conversación. Disfruté de aquellas copas que tuve lugar a saborear a su lado, hasta que el riesgo a asumir fue demasiado y se me subió a la cabeza, tragué entonces el último sorbo, que me supo amargo, cogí mi bolso y tiritando de frio me marché. Dejando atrás al amor de mi vida, que viviría por siempre en mis sueños.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Comentame algo!