domingo, 2 de agosto de 2015

Una imagen vale más que 1265 palabras

Hoy me ha pasado algo muy curioso al entrar en una de mis redes sociales preferidas. Normalmente hago un repaso diario por todas las que tengo, pero hay una en concreto que me tiene especialmente enganchada y en la que entro varias veces al día. Y esa no es otra que Instagram. Me encanta ver fotografías de gente que viste bien. Bien, por supuesto, bajo mi punto de vista, que ya se sabe que en el libro de los gustos… 
Me parece que la imagen es nuestra carta de presentación más primordial y por tanto, debemos cuidarla, aunque evitando que llegue a suponernos una esclavitud, evidentemente.

Pues bien, ahí me encontraba yo, navegando por los senderos del estilo y el buen gusto, cuando alguien ha compartido una foto que me ha dejado paralizada. Nada tenía que ver con la moda ni con el mundo del outfit. Era una foto abstracta, que sólo contenía un objeto, repetido muchas veces en distintos formatos y colores pero, un solo objeto protagonista absoluto de la imagen.
Esta imagen me ha dado mucho más de lo que podía imaginarme. Me ha aportado mayor satisfacción que cualquier post de moda, por mucho que las blogueras se esfuercen para hacernos entrar en razón con respecto a la conjunción de complementos o al uso de productos para el cuidado de la piel en verano. Esta foto me ha teletransportado a un momento de mi vida muy concreto. A un lugar muy determinado de mi infancia. A un sentimiento de paz y seguridad que un día se quedó atrás.

De repente pasé del salón de casa, sentada en el sofá, con la tele de fondo y el móvil sujeto con una de las manos, a encontrarme en otra habitación y en otra casa. En sólo milésimas de segundos me hallaba en una estancia grande, cuadrada, con un gran ventanal por el que se colaba una luz amarillenta que permitía ver el polvo en suspensión. Un cuarto lleno de herramientas, todas perfectamente colocadas en unas estanterías de madera pintadas de color azul, que alguien había diseñado curiosamente para que cada herramienta tuviese un lugar donde colgarse junto con el resto de sus iguales. Todas ordenadas y juntas por tipos: alicates, martillos, hachas, azadas, sierras, etc.

Una gran mesa de mármol anclada a la pared lucía llena de ropa limpia, planchada, con olor a suavizante. Por el ventanal se divisaba un amplio corral, con más ropa tendida en largos cordeles, una pequeña piscina de ladrillo amarillo, macetas preñadas de nardos y un olivo. Un gran olivo de grueso tronco que hacía las veces de parasol y bajo el cual, se abastecía de fresca sombra una preciosa mesa construida de ladrillo, vestida con unos azulejos tan bonitos que la convertían en el centro de la fiesta.

Ya sabía dónde estaba, a dónde me había hecho viajar aquella foto. La tranquilidad que sentí desde el primer instante, me advertía de que no me encontraba en un lugar extraño para mí. Todo lo contrario. No solamente no me era un lugar desconocido, sino que probablemente conocía cada uno de sus recovecos. Podía tratarse del lugar donde más tiempo pasé hasta la adolescencia. El lugar donde mi “yo” infantil daba rienda suelta a la imaginación y creaba mundos y submundos paralelos que sólo yo comprendía. Era el cuarto de la plancha/herramientas, y estaba en casa de mis abuelos maternos. Aquellas estanterías fueron artesanalmente creadas por mi abuelo, que siempre fue una persona muy meticulosa en todo lo que hacía, y que siempre trabajó como encargado de las fincas de un adinerado terrateniente del pueblo, a la que todo el mundo llamaba “Las Haciendas”, por lo que las herramientas eran sus fieles compañeras cada jornada y se encargó de que estuvieran siempre en bues estado. 

Mi madre trabajaba a turno partido como dependienta en una óptica. Venía a comer con nosotros a mediodía y se volvía de nuevo. No era hasta la noche cuando venía a recogernos para marcharnos a la que era realmente mi casa, pero que nosotros acostumbrábamos a llamar “el piso”, por la falta de apego que le teníamos. Allí solo cenábamos, nos duchábamos y dormíamos. Por lo que yo y mis hermanos, al llegar del colegio, pasábamos las tardes con nuestros abuelos, primero, y al morir éstos, con nuestras tías-abuelas después.
Mi hermano bien se buscaba las vueltas para escapar de la vigilancia adulta. Mi hermana pasaba las tardes enganchada a esas telenovelas románticas latinas que tanto le entusiasmaban. Y yo… yo me iba a ese cuarto lleno de chismes y les sacaba todo el jugo que mi mente de niña me permitía.

Una mesa de plancha rápidamente se convertía en un escritorio. Ajustaba la altura de la mesa a la de mi cintura y jugaba de pie. Los apuntes de universidad de la menor de mis tías, mi tía Carmen, apilados en polvorientas cajas, hacían las veces de documentación de oficina. Bolígrafos, lápices, rotuladores. Todo un arsenal de copistería. Y junto a todo ello... 
Ahí estaba él. El gran protagonista de la imagen que me había brindado un billete gratuito para el tren de la memoria. El objeto que un día, la mayor de las hermanas de mi madre, mi tía Ana, me permitiera llevarme conmigo cuando lo sustituyó por uno más moderno en su casa. 

La invención de este objeto supuso en su día una revolución en el mundo de las comunicaciones. Invención que debemos al gran físico y científico escocés Alexander Graham Bell. Entiendo que ya debéis suponer a qué aparato, cuya utilidad era la comunicación, me llevo refiriendo todo el post. Efectivamente. Se trata del teléfono. De un teléfono de los que se estilaban entonces. De los de que debíamos hacer girar su dial con el dedo para marcar cada uno de los números que componían el número de teléfono completo. 

Me podía pasar las horas jugando a que era secretaria. Y debía de ser la secretaria del señor más ocupado del mundo, porque me pasaba las tardes concertándole y anulándole citas y reuniones con otros señores. Y digo señor porque es curioso pero, ahora que lo pienso, en mi mente de niña no se concibió nunca la idea de un despacho regentado por una mujer. Así que ahí lo dejo, para que lo recoja quien lo tenga que recoger. Espero que eso no suceda así en la mente de los niños actuales. Aunque me da a mí que éstos no juegan ya con los chismes de un cuarto polvoriento de la casa de sus abuelos, sino más bien, pegados al televisor con el mando de una consola en una de las manos y un refresco hipercalórico en la otra.

Y así, de un plumazo, había pasado de una red social en la pantalla de mi teléfono móvil, al teléfono de dial con el que 15 años atrás me entretuviese tantísimo. Supongo que lo que se entiende ya por juegos y entretenimiento dista mucho de lo que yo viví en aquella maravillosa casa. En sus patios y corrales. En su piscina. Con mis prim@s y mi familia. Supongo que todo en esta vida está conectado con nuestra infancia de alguna inadvertida manera. A día de hoy mi trabajo es puramente administrativo y puedo decir que lo disfruto bastante, aunque eso sí, ¡podría estar mejor pagado! 

En fin, hasta aquí el post de hoy, que ha surgido así, un poco de improviso, pero al que ya le tengo un cariño especial por aportarme recuerdos tan gratos. Quizá, éste sea el comienzo de algo más que un pequeño relato… ¡quién sabe!



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